jueves, 23 de agosto de 2007

"El suicida errante" | {primera parte}

Esta historia tiene su comienzo unos cientos de años atrás. Todo sucedió en un día de diciembre del año 1697, muy cerca de la catedral de Santiago de Compostela. Miguel había heredado de sus padres una hermosa tienda en la que vendía delicadas joyas e indumentarias para peregrinos. Era un lugar muy concurrido por las adineradas damas de la ciudad y alrededores, en pocos lugares como aquel podían encontrar piezas únicas y de tan extraordinaria belleza, que luego lucirían orgullosas en fiestas y bailes. Miguel era un hombre respetado y querido por todos sus vecinos, su generosidad y carácter hospitalario eran conocidos entre los peregrinos, muchos eran los que habían dormido bajo su techo y compartido su comida.

En esta época del año y por las tardes, una vez cerrada la tienda, montaba un pequeño puesto de castañas en la esquina de Rúa do Vilar con Praza do Toural. Era un hombre feliz asando castañas y ofreciéndoselas a la gente que por allí pasaba, los niños le adoraban y siempre hacían cola para escuchar sus fantásticos cuentos. Cada día y, como si de un ritual se tratase, escogía una castaña, la pelaba con sumo cuidado y comenzaba su relato, afirmaba que entre los surcos se ocultaban oscuros secretos y antiguas leyendas.

Pronto cumpliría treinta y nueve años, no era un hombre especialmente guapo pero sí muy atractivo. En su rostro, de facciones angulosas, llamaban poderosamente la atención sus profundos ojos negros bajo los cuales se dibujaban unos gruesos y sensuales labios. Una melena de color azabache acentuaba su atractivo. Muchas mujeres suspiraban por él y hubiesen aceptado gustosas ser su esposa si se lo hubiese propuesto, pero Miguel sólo tenía ojos para Irene y estaba enamorado secretamente de ella.

Irene era una muchacha muy hermosa. Su exhuberante cabello, intenso en brillo y color como el mismísimo fuego, se derramaba indómito sobre sus hombros y acariciaba con voluptuosidad su cintura; en su rostro fino y alargado se anclaban unos hermosos ojos de color miel protegidos por unas largas y espesas pestañas. Aunque era muy delgada, tenía una grácil y sensual figura. Se conocían desde pequeños y, desde siempre, habían estado muy unidos; Irene decía de él que era su alma gemela, y nada le gustaba más que ayudar a Miguel en la tienda, porque según ella aquel lugar tenía algo mágico.

Una de las tareas que más le entusiasmaba era ayudarle a limpiar la fachada, hermosa talla en madera de un bosque de castaños que llamaba poderosamente la atención de todo los que por allí pasaban. Mucha gente acudía al lugar tan solo para admirar aquel delicado y soberbio trabajo. Irene no deseaba novio formal y él, ante el temor de ser rechazado, nunca se había atrevido a declararle abiertamente su amor. Una tarde, mientras ponía orden en la trastienda, encontró dentro de una vieja y olvidada caja de madera una hermosa piedra de ónix. Recordaba haber escuchado a su madre hablar de ella, era herencia de sus antepasados y tenía que pasar de generación en generación. Estaba obsesionada con el hecho de que nunca debería pertenecer a nadie que no fuese de la familia, si alguien rompía la cadena de sucesión una terrible y oscura desgracia caería sobre su persona y los suyos; y la piedra, a partir de entonces, elegiría a su propietario hasta regresar de nuevo a ellos.

Extraño cuento pensó Miguel mientras no dejaba de admirarla. De repente, el rostro se le iluminó, con esa piedra haría hermoso colgante y se lo regalaría a Irene en prueba de su amor. Estaba decidido a no llevarlo por más tiempo en secreto, estaba locamente enamorado de ella y quería proponerle matrimonio. Ese mismo día acudió a la tienda de su amigo Sebastián, el mejor orfebre de la región. Le mostró la piedra y le preguntó si podría tallarla en forma de castaña para un colgante. Sebastián accedió a su petición, aunque le dijo que tardaría una semana pues era un trabajo complejo y delicado.

Al día siguiente, engañando a Irene, le pidió si podía acompañarle hasta la tienda de al lado para ayudarle a elegir una pieza de terciopelo. Invadida por la curiosidad quiso saber para qué era y él le mintió contestanto que era un encargo de una clienta. Ella le creyó y aceptó, allí eligió una fina pieza de terciopelo negro, el de mejor calidad, el más suave y dulce al tacto. De regreso, no cabía en sí de gozo, ya veía el colgante en el cuello de su amada. Irene al verlo tan contento no pudo evitar pasar su mano por el cabello de Miguel, en un tierno gesto de afecto. Ante el contacto y el calor de sus dedos no pudo evitar estremecerse, y pensó que no era tan descabellado que ella sintiese lo mismo, quizás estaba a la espera de que fuese él quien diese el primer paso...
(continuará)

Ray Lamontagne "Crazy" (vídeo musical).

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