jueves, 4 de octubre de 2007

"Una larga espera"

"Peldaños a la pared"
Una ráfaga de viento empujó con fuerza la entreabierta ventana, la madera gimió al golpearse contra la pared. Aquel sonido sordo y seco hizo que se despertara sobresaltada. Se incorporó sobre la cama y, al comprobar la causa, se sintió menos inquieta. El aire invasor era cálido y espeso, anunciaba tormenta y lluvia. Descalza se dirigió hacia la ventana para cerrarla, estaba a punto de encajar ambas hojas cuando hasta sus oídos llegó lo que parecía un llanto. Se detuvo y agudizó el oído, tal vez fuese imaginación suya o el maullar de algún gato callejero. Pero no, no, alguien estaba llorando bajo su ventana, ahora estaba segura.

Se asomó, mas no vio a nadie. El voladizo que sobresalía de la pared, sobre la puerta de salida hacia la playa, ocultaba su identidad. Se aventuró a preguntar: “¿quién está ahí?, ¿hay alguien?”, no recibió respuesta alguna.

Agarró el chal que había dejado sobre la mecedora, se cubrió con él y se dirigió hacia la puerta. El miedo le soplaba en la nuca, sentía su gélido aliento; aun así descorrió los cerrojos de la puerta y, con cautela, la abrió lentamente, al tiempo que su mirada recorría con avidez el espacio que se iba mostrando ante ella, tratando de identificar alguna forma humana. Inspiró profundo y se atrevió a salir. Entornó los ojos para escudriñar el horizonte a izquierda y derecha; de nuevo, nada. Dirigió entonces su mirada hacia la playa y, a lo lejos, caminando hacia el mar, la vio. Era una mujer, e iba vestida con, lo que parecía, un blanco camisón. El viento lo agitaba con fuerza, tal parecía una nívea bandera amarrada a un mástil humano. Mascarón de proa de una nave fantasma.

Con grandes zancadas fue recortando el espacio que mediaba entre ambas. Estaba casi a su altura cuando la mujer se giró hacia ella. El rostro, oculto bajo sus manos, estaba arrasado en lágrimas. Unas apenas audibles palabras manaban de su garganta. Se acercó a ella. Le preguntó qué le pasaba, qué hacía allí a esas horas, si podía ayudarla. La mujer, sin apartar las manos del rostro y sumergida en un llanto convulso, pronunciaba sin cesar: “Marina, Marina, mi niña, ¿dónde estás?”

No sabía qué hacer, aquella mujer no atendía a razones, estaba totalmente fuera de sí. Se giró y echó a correr hacia la casa. Llamaría por teléfono a la policía. Se detuvo en seco y se volvió a mirar hacia la playa, temía que pudiese cometer alguna locura, como adentrarse en el mar y ahogarse. Sus pies se petrificaron sobre la húmeda y apelmazada arena. Ya no estaba, había desaparecido. Se adentró desesperada en el mar buscando la figura blanca, su búsqueda fue infructuosa. Era del todo imposible que la mujer pudiese haberse ahogado en los apenas cinco segundos que había tardado ella en girarse. No podía dar crédito a lo que estaba sucediendo. No parecía real.

Se lanzó como una posesa a por el teléfono. La policía se presentó en el lugar. Dos embarcaciones peinaron la zona hasta bien entrado el amanecer. Fue en balde. No hallaron rastro alguno de ser humano, ni tan siquiera algún jirón de su ropa flotando en la superficie. Nada.

Tuvo la extraña sensación, por como la miraban, que comenzaban a dudar de sus palabras, como si todo aquello hubiese sido un macabro juego urdido por su solitaria y atemorizada mente ante la poderosa tormenta que amenazaba con desatarse.
Se introdujo en la casa y se acostó. Necesitaba dormir y reposar, seguro que tras un reparador sueño su mente estaría más lúcida para enfrentarse con frialdad a lo sucedido.
Como así fue.

Sabía a quién dirigirse, allí encontraría respuestas, seguro. Cruzó la calla y caminó la distancia de tres casas más arriba de la suya. Con decisión golpeó el aldabón, en forma de puño amenazador, suspendido sobre una gruesa puerta de madera pintada de color verde alga.
En respuesta a su llamada se abrió cual cueva a las palabras mágicas, a través de ella asomó una menuda y aparentemente frágil anciana, que, al reconocerla, desplegó una amplia sonrisa sobre unas desnudas encías. La invitó a pasar.

Relató con detalle los acontecimientos de la noche anterior. A medida que avanzaba la historia la mirada de la anciana se tornaba sombría, sus finos labios dibujaban un desconcertante rictus sobre su rostro y asentía en silencio con la cabeza al tiempo que sus manos se entrelazaban sobre su regazo, como buscando calor y apoyo la una sobre la otra, a modo de reflexión.

Un inquietante silencio se instaló entre ambas mujeres. La una estaba a la espera de respuestas, la otra dudando si abrir o no las puertas de la verdad.
Por fin se decidió, sí, ya era hora de hacer algo, si es que se podía. ¿Por qué no intentarlo?

Y la respuesta llegó a ella.
La mujer que viste anoche, comenzó la anciana, no era humana. Está muerta. Hará de eso un siglo, se ahogó en el mar con Marina, su hija de quince años. Se aparece todos los años, la misma noche que murieron ambas ahogadas, un veintitrés de agosto.
Aquel verano fue caluroso hasta el martirio, y aquella noche la más tirana de todas. Madre e hija, que vivían, por cierto, en la misma casa que tú habitas, salieron para darse un baño. Ajenas a todo estuvieron largo rato jugando en la arena, por lo que no advirtieron que durante ese tiempo se habían gestado amenazadoras nubes cargadas de electricidad y poderosa lluvia. El mar, apacible hasta entonces, se removió furioso en sus entrañas ante la provocación suspendida sobre él. Marina y su madre, decidieron darse un baño, estaban sofocadas. Ambas eran buenas nadadoras y se retaron a un duelo de distancia.
Y la tormenta estalló y con ella la rebelión del mar. Y en medio de ambos contrincantes, aquellas mujeres luchaban por alcanzar la orilla. La feroz lucha que sostenían el mar y el cielo las devoró a las dos. A Marina nunca la encontraron y el cadáver de su madre fue hallado sobre unas rocas a la mañana siguiente. Su larga melena estaba atrapada entre ellas cual oscura alfombra de algas mecida con sensualidad por la corriente marina.
Desde entonces vaga por la orilla del mar en busca de su hija; hasta que la encuentre, hasta que se encuentren no descansarán en paz. Ninguna de las dos.

Abandonó la casa de la anciana. Ahora tan solo tenía que esperar paciente a que transcurriese el tiempo. Y los días cayeron, uno tras otro; las estaciones duraron lo que tardaba la siguiente en aparecer.
Una vez más era veintitrés de agosto, y de nuevo la noche, como venía sucediendo cada año, tejía la batalla que se desataría entre el mar y el cielo.

Salió de casa y encaminó sus pasos hacia la playa, firmes, con decisión; como si desfilara por una pasarela de arena.
Llegó hasta la orilla, se detuvo para sentir como el mar besaba sus dedos y luego prosiguió su camino, hacia adelante, hacia su interior.
Cuando ya no tocaba fondo extendió sus brazos y comenzó a nadar. Los elementos no tardaron en liberar toda su furia contenida. Fue entonces cuando se giró hacia tierra y comenzó a nadar hacia allí. Faltaba poco, sí, estaba a punto de llegar, lo conseguiría. El mar la arrastraba hacia atrás, el mismo mar que había besado sus pies ahora quería devorarla, quería besar su alma.
Divisó entonces la blanca figura de una mujer. Empleó en un último esfuerzo todas sus fuerzas, se irguió todo lo que pudo sobre la superficie y pronunció una frase, la respuesta a una eterna llamada: “¡mamá, estoy aquí! ¡ven!”

La mujer que estaba en la orilla la vio y sin vacilar se lanzó a las fauces de aquel mar que rugía salvaje cual predador hambriento. Nadó con decisión hasta donde estaba, y cuando estaba a punto de hundirse, la mujer se abrazó a ella con una fuerza inusitada y se abandonó a la mortal caricia que las engullía. Dulce rendición.

La larga espera había tocado a su fin.

Queen "Bohemian Rhapsody" (vídeo musical).

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