lunes, 17 de marzo de 2008

"La capilla"

"La capilla"

Desde hacía un año era el responsable de la pequeña “Capilla del Santísimo” que se albergaba en la basílica. Faltaban ya pocos meses para su ordenación como sacerdote. Se sentía feliz y, a la vez, nervioso por la cercanía de este acontecimiento.

Lo que no sabía es que la vida estaba a punto de someterle a una dura prueba.
Aquel sábado, cercana la hora del cierre, reparó en la figura de una mujer que estaba sentada en el banco de la segunda fila, a la derecha del altar.
Arrimada a la esquina que daba al pasillo, casi hecha un ovillo sobre sí misma, apenas levantaba la cabeza durante el tiempo que permanecía allí dentro.
Pasada casi una hora, y antes de salir, se ponía unas oscuras gafas de sol y salía tan silenciosa como había entrado.

Y durante los tres meses siguientes la mujer no faltó a su cita. Siempre a la misma hora, en el mismo solitario lugar y adoptando la misma postura silente.
Lo que al principio nació como curiosidad con el tiempo se fue transformando. Se engañaba a sí mismo pensando que era puro interés cristiano lo que le movía a estar allí puntual cada sábado, a la misma hora que sabía ella llegaría. Nunca le había visto el rostro, mas presentía que los oscuros cristales de sus gafas ocultaban una profunda tristeza, estaba convencido.

Llegó el día en que se encontró a sí mismo consumido por el fuego de la espera, contando uno tras otro los días que faltaban para volver a verla. Las semanas se hacían eternas, parecían meses, años. Las noches eran un tormento para su mente, a la que acudían sin ser llamados pensamientos que tomaban forma en su cuerpo. La sangre se concentraba en su pelvis como un caballo desbocado y salvaje. La carne se hacía cada vez más fuerte y robaba terreno dentro de su ser. Pensar en ella y tocarse era todo uno.

Todo su mundo, sus creencias, su fe, se estaban desvaneciendo como una cortina de humo. ¿Qué le estaba sucediendo? ¿cómo luchar contra lo desconocido? ¿cómo vencer lo que parecía invencible?

El tormento crecía en la misma medida que el deseo. No sabía si estaba pecando, porque él no había fomentado ese sentimiento, ¿cómo sentirse pecador de algo no buscado ni propiciado? Y aun así sabía que estaba cometiendo pecado por sentir lo que sentía.
¡Dios! ¿qué me está sucediendo y por qué?, se preguntaba. Y rezaba, rezaba pidiendo fuerzas a Dios para poder soportar y resistir. Mas sus oraciones parecían no ser escuchadas. Allí, dentro de él, permanecía aquel fuego que, lejos de apagarse, cada día crecía y se alimentaba con la necesidad de volver a verla.

Llegó el sábado en que decidió adentrarse en su infierno para luchar contra el demonio de la carne. Vencer o morir. No podía ser de otra forma.
Puntual como siempre, y el mismo sitio, allí estaba. Ahora la miraba con otros ojos, se fijó en su ropa, su cuerpo, su cabello. Se dio cuenta de que la miraba como hombre y no como alguien que estaba a punto de ser sacerdote.

No supo cómo lo hizo pero se encontró sentado detrás de ella. Se desplazó hacia el lado derecho del banco para poder mirarla mejor. Tenía un perfil grave. En un momento que alzó la cabeza hacia el altar pudo comprobar cuánta tristeza destilaba su mirada.
Sus manos, apoyadas la una sobre la otra, se daban calor y apoyo; tal vez el que ella no tenía.

Se levantó, y, como siempre hacía, se puso las gafas, recogió su bolso y se encaminó hacia la salida. Absorta en sus pensamientos no advirtió su presencia.

Sin pensarlo dos veces, corrió hacia el altar, se quitó la sotana, la ocultó tras una columna y salió en su busca. Sabía que salía siempre por una de las puertas laterales de la basílica y hacia allí dirigió sus pasos. Salió al exterior, bajó apresuradamente las escaleras al tiempo que la buscaba con la mirada. Caminaba calle arriba, hacia la avenida principal.

Se dejó estar a una distancia prudencial, aunque estaba tranquilo pues sabía que no corría peligro de ser descubierto. Al menos, no por ella.
Entró en una cafetería y se sentó al fondo, a una mesa que estaba arrimada a la pared.
Él hizo lo propio, pero justo enfrente.

Fingiendo mirar la carta, desvió la mirada hacia su mesa. Oyó cómo pedía un café al camarero. Él, también, pidió lo mismo.
Ahora, o nunca; se dijo. Se levantó y, con paso firme, fue donde ella estaba.

-¿Puedo invitarla? –las palabras salieron solas sin pedir permiso.

Ella levantó la mirada hacia él. Sorprendida por la invitación, la educación y formas de aquel muchacho no pudo por menos que sonreír y aceptar con una inclinación de cabeza.
Arrimó una silla a la mesa y se sentó a su lado. Y tras la silla vinieron horas de conversación y tras la conversación la inevitable salida del local.

-Me gustas –dijo ella.
-Y tú a mí –respondió él.

Y en la cama de la habitación de un hotel cercano él conoció el sabor de la carne y encontró las respuestas a todas las preguntas que hasta ese día le habían atormentado.
Tras la columna del altar se quedó para siempre la sotana.


Eagles "How long" (ver vídeo musical).

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