domingo, 14 de septiembre de 2008

"El espectador"


A través de la pequeña rendija abierta en la falsa puerta dibujada en la pared tenía, a su pesar, una posición privilegiada para observar todo cuanto acontecía sobre la cama, ahora desierta, de la habitación del hotel.
Palco de proscenio sobre el escenario de un teatro del cual no era personaje.
Miró su reloj, faltaban pocos minutos para la hora convenida. Ella era puntual, lo sabía.

Y así fue, al rato, oyó como se abría la puerta y en pocos segundos el cierre de la misma. Ahora su corazón ya no latía desbocado de temor, celos y angustia. Ella le pertenecía, aquello tan solo era un préstamo, una concesión a la llamada de la carne; prefería ser testigo mudo antes que ser devorado por la incertidumbre.

Ella se dejó desnudar y acariciar por aquel atractivo joven; a la vez ella lo despojaba de toda su ropa. Se echaron sobre la cama y comenzó el ritual, como siempre. Lo acordado era que ella se follaría a los hombres, nunca dejarse follar. Le dio un empujón que lo dejó tumbado boca arriba, se contoneó como una serpiente sobre su cuerpo, paseó sus pechos por su boca, su pecho, su vientre y su sexo. Él gemía de placer y su excitación era más que evidente.
Quiero follarte, pedía, suplicaba él una y otra vez.
No, todavía, no, replicaba ella. Y con insolencia asomaba su sexo a su boca, para luego retirarse, se deslizaba con destreza hasta su pelvis, y allí se retorcía sobre su erecto miembro, se frotaba contra él con fuerza, con lujuria.

-Quiero comerte el coño.
-No.-respondió rotunda.
-¿Por qué?
-Porque está prohibido, eso y besar en la boca. Ya te lo advertí.
-Lo sé, pero me apetece, lo deseo, te deseo, me vuelves loco de placer. Y no entiendo por qué me privas de eso.
-Calla y déjate hacer. Follar es lo acordado, ¿recuerdas? –replicó con contundencia.

Sonreía de placer el espectador. Esa es mi chica, pensó para sí.

Sentada sobre la pelvis del muchacho se elevó lo suficiente para introducir su polla dentro de su sexo, y comenzó el baile, la danza sexual que ella sabía ejecutar con destreza.

-Me estas follando tú y eso me trastorna. Ninguna mujer lo había hecho jamás.
-De eso se trata, y tú lo aceptaste.

Y mientras el placer recorría su cuerpo, volvió la mirada hacia la rendija abierta en la falsa puerta. El orgasmo se aproximaba y cuando estalló dentro de su carne sonrió hacia los ojos que sabía la estaban observando, pronunció en silencio un nombre que él pudo leer en sus labios: Manuel.

Se separó del muchacho, y le pidió que se fuese. Él, sin entender nada, hizo lo que habían convenido. Se vistió, cogió el dinero que ella le ofrecía, lo pactado, y se fue sin hacer preguntas.

Ella corrió hacia el interior del habitáculo, y allí, desnuda como estaba se dejó besar y acariciar por el hombre que amaba. Sentado sobre una silla de ruedas, inerme de cintura para abajo, pero con sensibilidad en su otra mitad, le proporcionó el placer que para él solo estaba reservado, sus caricias, su boca y beber de su sexo.

Otros disfrutaban de su cuerpo, mas él tenía su alma y las zonas prohibidas. Y ella se entregaba a otros pensando en él. La amaba, si cabe, más que antes. Antes de que aquel fatal accidente lo dejase paralizado de cintura para abajo, inválido para caminar, para follar; empero feliz de sentirse amado en el cuerpo de otros hombres.

Ella siempre regresaba a él, a sus manos, a sus caricias y a sus besos. A su amor, el único. El que nunca entregaría a ningún otro hombre. Se sentía afortunado, y ambos eran felices así. Tal vez más que muchos otros, a saber...

sábado, 13 de septiembre de 2008

"Hastío"

"Al borde del mar"

Se levantó de la cama y se dirigió hacia el baño. Apoyó las manos en el borde del lavabo y allí escupió todo el semen que inundaba su boca. Él yacía tranquilo y exhausto, ella sabía muy bien cómo complacerle y extraer todos sus jugos. Ya no le importaba ceder su cuerpo como receptáculo para proporcionarle el placer que deseaba y necesitaba a diario.
Abrió el grifo y se enjuagó con un poco de agua para eliminar los restos de tan pegajoso fluido.

Alzó la mirada hacia el espejo y allí se encontró con una desconocida. ¿Quién eres?, preguntó. El silencio fue la única respuesta que obtuvo.
Navegó en el tiempo y fue en busca de la otra; aquella mujer pretérita que disfrutaba sintiendo cómo se deslizaba el espeso elixir de él a través de su garganta. Aquella que succionaba su sexo con fruición hasta el éxtasis mutuo, que abría sus puertas para que él penetrase dentro de su carne, aquella que se dejaba beber, tocar, acariciar porque lo amaba y lo deseaba; y había reciprocidad entre ambos cuerpos. Aquella que follaba con el cuerpo y con el alma, que daba placer a raudales y también lo recibía en la misma medida.

Ahora tan solo quedaban cenizas, apenas unos rescoldos que ni tan siquiera alcanzaban a arder bajo el soplo del fuelle del cariño, del tiempo compartido, de los buenos momentos vividos.
Follaba con él cuando no quedaba más remedio, para evitar reproches, para no sentirse culpable de no desearlo. Se preguntaba si aquello sería pasajero; pero ya duraba demasiado, no podía seguir engañándose más. Permanecer así más tiempo, en esa agónica situación y bajo esa falsa excusa, era prolongar una muerte anunciada.

Regresó a la habitación, él dormía plácidamente, saciado de placer y sexo. Evitando hacer ruido abrió la puerta del armario, agarró una pequeña maleta y la llenó con alguna ropa; su neceser con todas sus cosas personales. Se vistió y, maleta y neceser en mano, se fue de su vida y de aquella casa para siempre.
En el espejo del baño había encontrado el motivo por el cual debía irse: hastío.