viernes, 24 de agosto de 2007

"El suicida errante" | {segunda parte}

"El pasadizo"
Pasado el plazo de los siete días que le había dado Sebastián, pasó a recoger el colgante. No cabía duda de que su amigo era el mejor en su oficio, la talla era de una hermosura sin par, perfecta y exquisita. Corrió hacia su casa. Sacó de un estuche tres delicadas tiras de terciopelo con un cierre de plata en sus extremos, las pasó por el colgante y lo contempló extasiado. Satisfecho con el resultado, al mirarlo tuvo la certeza de que estaba hecho únicamente para ella. Lo guardó en una pequeña caja que él mismo había forrado con el terciopelo sobrante, se puso la capa y salió a la calle.

Irene no acudiría esa tarde a la tienda, le había dicho que tenía que ayudar a su madre en las tareas de la casa.“O ahora o nunca”, pensó y se encaminó hacia su casa. No quedaba lejos de allí, media hora de camino le separaban de estar con su amada. Ya ante la puerta agarró el aldabón y golpeó un par de veces, nadie acudió a abrirle. “Qué raro”, pensó, dentro se veía luz y eso significaba que había alguien. “Estarán en el cobertizo y no habrán escuchado la llamada”, Miguel decidió entrar; sus padres le consideraban un miembro más de la familia y desde que se había muerto su madre siempre se habían preocupado por él. Abrió y pasó a la estancia, que estaba en silencio y en orden. Dirigió sus pasos hacia la cocina, allí estaba la puerta que daba paso al cobertizo, se disponía a empujarla cuando oyó un leve y sordo ruido, se quedó quieto y agudizó el oído.

Transcurrieron varios segundos y, de nuevo, el mismo sonido, ahora algo más fuerte; esto le permitió identificar su procedencia: el piso de arriba. Subió las escaleras con cautela, a medida que se acercaba ya lo escuchaba con más nitidez, no estaba seguro pero juraría que alguien lloraba dentro del cuarto de Irene. Tuvo la certeza de que algo extraño estaba sucediendo cuando, frente a la puerta, comprobó que no era llanto sino gemidos lo que estaba escuchando. Algo en su interior le advirtió que no debía traspasar aquel umbral y, como una fatídica premonición, acudieron a su cabeza las palabras de su madre sobre la maldición del colgante. Haciendo caso omiso a su intuición comenzó a girar lentamente el pomo de la puerta, su corazón golpeaba tan fuerte que podía tocar sus propios latidos. Ya no había marcha atrás, entró en la estancia y ante la visión que allí se le presentaba quiso morir. Deseó que el mundo se abriese bajo sus pies y lo tragase.

Irene, sobre la cama y de espaldas a la puerta, gemía y se retorcía de placer, cabalgaba desenfrenada sobre quien le estaba haciendo el amor. Irene, su Irene… no podía dar crédito a lo que estaban viendo sus ojos; se sentía engañado, humillado y herido. Si hubiesen atravesado su pecho con cien espadas no hubiese sentido tanto dolor como el que ahora estaba carcomiendo sus entrañas. Sentía que se desmoronaba por dentro, su corazón se había roto en mil añicos. Desencajado el rostro por el dolor, palideció de celos y enloqueció. Inconscientemente echó mano a su navaja, aquella navaja que había utilizado tantas veces para pelar castañas se iba a convertir ahora en instrumento de la muerte. Lentamente se acercó a ellos, desde donde estaba ya podía ver la cara del otro, “¡Dios mío!”, pensó al reconocerle.
¡Era su amigo Sebastián!, el orfebre.

Ahora todo cobraba sentido. Irene se acostaba con un hombre casado y padre de dos hijos, por eso no podían hacer pública su relación, por eso ella insistía tanto y tanto en que no quería novio formal, por eso le había mentido tantas y tantas veces cuando como hoy le había dicho que no podía ir a su tienda. Agarró fuertemente la navaja y la abrió. Sebastián advirtió su presencia y sobresaltado se irguió sobre la cama, su rostro estaba lívido y el cuerpo inmovilizado por el terror. Irene volvió la cabeza y se llevó las manos a la boca para ahogar el alarido que acaba de proferir. Sin mediar palabra, Miguel se abalanzó sobre Sebastián y lo apuñaló en el pecho hasta matarle, doce veces, doce mortales puñaladas. Irene, dominada por el pánico e incapaz de moverse, siguió los pasos de su amante, de su corazón manaba un riachuelo de sangre, allí había enterrado Miguel a la muerte; su mirada, ahora fría y ausente de vida, reflejaba un terror indescriptible.

Ciego de dolor ante el cadáver de Irene, volvió la navaja hacia su cuerpo y con las pocas fuerzas que le quedaban la hundió en su vientre. Se dejó caer al lado de su amada y antes de morir acercó la boca a sus fríos labios para besarlos por primera y última vez. Cuenta la leyenda que el alma de Miguel, el suicida, está condenada a vagar errante eternamente para expiar su culpa. La tienda está maldita y todo lo que ella contiene mientras él habite allí. Redimirá su pecado y alcanzará la paz para su alma cuando consiga que el colgante, a través del amor verdadero, regrese de nuevo a la familia.

Carlos Núñez "Home da terra" (vídeo musical).

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