domingo, 7 de octubre de 2007

"La cruz"

Antes de sentarse a comer descorrió las cortinas, aquel sábado había amanecido especialmente luminoso y cálido; el otoño, como un canto de cisne, estaba entregando lo mejor de su repertorio antes de la despedida. Abrió la ventana y asomándose por ella capturó una burbuja de aire, cerró los ojos y trató de adivinar su fragancia: olía a bosque, a una pizca de sal, a un puñado de tierra húmeda y a, a… ¿quemado!, ¡claro, como que se estaba quemando su comida!

Aprovechó lo comestible y ya con el café sobre la mesa se dispuso a revisar unas fotografías que había sacado en el antiguo cementerio, que por cierto podía ver desde donde estaba sentada, contrastaban sus viejos y sucios muros con la cuidada iglesia parroquial.
Le gustaba el resultado, un tanto macabro y hasta sórdido, pero estaba satisfecha. Se detuvo en una de ellas, un detalle había despertado su atención, fue en busca de su lupa y la miró con detenimiento. Parecía... sí, tenía toda la pinta de ser una cruz, aunque estaba casi oculta por algunas piedras y matojos que habían crecido entre ellas. Para salir de dudas nada mejor que comprobarlo in situ.

Y dicho y hecho, apenas fueron necesarios cinco minutos para llegar hasta el lugar. Desde donde estaba ahora podía ver perfectamente la parte de atrás de su casa y la ventana tras la cual había estado sentada hasta hace poco.
Entró en el camposanto y trató de ubicar el lugar de la foto. Tardó poco en encontrarla pues recordaba perfectamente hacia dónde había enfocado su cámara.

En aquella tumba había estado enterrada doña Lola, la meiga del pueblo, muy respetada y más temida por todos los que la conocían, pues muchos habían pasado por su casa para invocar su ayuda, bien para expulsar el mal de los cuerpos, limpiar casas de malos espíritus o curar "el mal de ojo”. Rezaba la leyenda que siendo ya una anciana cayó gravemente enferma, tanto miedo inspiraba al vecindario que nadie quería cuidarla, les aterrorizaba llegar a escuchar alguna fatídica predicción de su boca. Tan solo una persona se atrevió a tal hazaña, y, de ser verdad el cuento, habría sido un antepasado suyo, por parte de familia paterna. Julia, se llamaba, y ella la había atendido hasta el fin de sus días.
Y esta es la historia a grandes rasgos. La que actualmente circula por el pueblo cuando su nombre es mentado.

Se agachó sobre el lugar que aparecía en la foto, y, efectivamente, allí estaba, semioculta, la cruz. No era pequeña, pues apenas cabía en la palma de su mano y algo pesada. Estaba invadida por la tierra, hierbas y musgo, a saber cuántos años habría estado así, a la intemperie. Se quitó una de las dos camisetas que llevaba puestas y la utilizó de improvisado trapo para retirar lo que tenía adherido y, luego, de envoltorio. La introdujo en su bolso y abandonó el lugar; antes de partir arrancó una flor silvestre y la depositó donde había encontrado la cruz. Si alguien le hubiese preguntado por qué lo había hecho no sabría qué responder, porque ni ella misma lo sabía. Había actuado por puro instinto.

Al llegar a su casa la limpió cuidadosamente, ahora sí lucía en todo su esplendor, era realmente hermosa y, hasta, sobrecogedora. Casi, casi, inspiraba algo de temor. El lunes se la llevaría a su amigo Manuel, estudioso y experto en este tipo de materias. Sabía que le encantaba todo lo relacionado con lo paranormal y esotérico. Disfrutaría de lo lindo, seguro.

Y llegó el lunes, el final de su jornada laboral se había extendido más de lo acostumbrado, apenas faltaban diez minutos para las diez de la noche. Y nunca mejor dicho, noche, pues ya había anochecido hacía un buen rato. Llegaba tarde a su cita con Manuel. Soltó un improperio y cerró malhumorada la puerta de su despacho. Se metió en el ascensor y bajó hasta el parking. Apenas ya quedaba gente en el edificio, todas las plantas estaban dedicadas a oficinas y la gran mayoría abandonaba el lugar entre las ocho y las nueve.

Iba camino de su coche cuando de pronto, sin saber de dónde ni cómo, apareció un hombre con una gran navaja en una de sus manos, amenazándola de muerte si no le entregaba ya mismo las llaves del coche, el dinero y las tarjetas de crédito. El susto le hizo retroceder unos pasos y enmudeció de miedo. Hizo ademán de abrir el bolso, mas su verdadera intención fue echarse encima de él y empujarle con todas sus fuerzas para luego echar a correr hacia el ascensor, que todavía seguía allí. Lo había visto de reojo antes de tomar esa decisión.
La jugada le salió mal, el tipo adivinó sus intenciones y levantó la navaja para hundírsela en el pecho. El bolso hizo de parapeto, el mortal metal se introdujo con gran facilidad en su interior, como cuchillo en la mantequilla, mas allí finalizó su recorrido al tropezar con un muro, la cruz que se albergaba dentro. Un alarido de dolor salió despavorido de la garganta del ladrón, su muñeca casi se había partido y se dobló sobre sí mismo de dolor. Aprovechó ella para correr hacia el ascensor, estaba a punto de entrar cuando sintió un fuerte golpe en las costillas, la había alcanzado, el muy cabrón no se daba por vencido. Se giró hacia atrás, allí le tenía de nuevo, frente a ella, con la fría muerte paseando y presionando sobre su cuello, a punto de hacer mella en su carne.

-¡Dame todo lo que tengas de valor dentro de ese puto bolso, zorra!- ordenó cabreado el tipo.

Sin apartar la vista de su cara, introdujo la mano derecha en el bolso, buscó la cartera y bajo la palma de su mano sintió la firmeza de la cruz. No se lo pensó dos veces, la agarró bien fuerte, y con todas sus fuerzas la levantó y dirigió hacia la garganta de él donde se incrustó sin vacilar. La mirada amenazante dio paso a la sorpresa, que se dibujó sobre el rostro, clara y precisa. Cayó como un fardo y, al momento, una oscura mancha se dibujó bajo su cuerpo.
Agotada se dejó caer al suelo y se quedó así, sentada durante un buen rato. No podía dar crédito a todo lo que había sucedido y mucho menos a su comportamiento, era como si otra persona hubiese actuado por ella.

La cruz, ahora ensangrentada, seguía aferrada a su mano, sí, así mismo era, porque había sido ella la que había tomado las riendas de la situación, como si tuviese vida propia había decidido qué hacer y cómo.

Se acordó de Lola, la meiga, y le dio las gracias. Los pétalos caídos de la flor que había depositado sobre su tumba dibujaron sobre el suelo una cruz.

Leonard Cohen "Who by fire" (vídeo musical).

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