miércoles, 17 de octubre de 2007

"Insignificancia y Esclavitud"

"Nasas"

Ciertamente el ser humano es insignificante y esclavo, lo es. Nuestra minúscula presencia en un no menos minúsculo planeta es ridícula comparada con todo lo inconmensurable que hay más allá de nuestras fronteras terrenales y terrestres.
Aun así vamos de “sobrados” por la vida, ¡ja!

Hasta que un buen día nos topamos frente a frente con nuestra vulnerabilidad y nos damos de bruces contra ella, oímos cómo se resquebraja y hasta cómo se hace añicos. Es entonces que nos bañamos en el lago de la humildad y el mar del arrepentimiento. Ungimos los cuerpos con promesas y buenos propósitos, purificamos las almas con la sal de nuestras lágrimas y secamos el pozo de nuestros pecados con lamentos. Bebe el miedo de tan sabroso caldo, crece y se hace fuerte, arrogante asoma dispuesto a someter nuestra voluntad arropado por sus acólitos, los fantasmas. De ahí a la esclavitud, un paso.

Nacemos puros y morimos habiendo sido esclavos de los más tiranos amos y señores: del tiempo, de las normas, de los prejuicios, de la ambición, de la moral, de la religión, del miedo, de la cobardía, del poder, de la imagen, de la comodidad, del bienestar, del dinero, de su ausencia, de su abundancia, y es que… son tantas las argollas que nos atenazan, que ya son legión.
Y todas son autoría nuestra, ahí es nada, ea.

"El sueño de la razón engendra monstruos", pronunció acertadamente Goya cuando pintó los “Caprichos”. Volvamos pues, de vez en cuando, la mirada hacia el mundo animal; tal vez no razonen ni sueñen, pero sabios lo son un rato.

Ron Sexsmith "Secret heart" (vídeo musical).

lunes, 15 de octubre de 2007

"La rabia"

Las sesiones con el psiquiatra no estaban siendo de gran ayuda, lejos de experimentar alguna mejoría su indignación aumentaba cada vez que acudía a su cita semanal.
¡No, no y no!, por más que aquel hombre intentaba abrir en su vida nuevas ventanas a las que asomarse para contemplar nuevos paisajes a explorar, conocer y disfrutar, ella se resistía a asomarse; estaba furiosa y no deseaba dejar de estarlo, aún no.
Si lo sucedido tenía lectura positiva, como pretendía convencerla el médico, no quería conocer sus bondades.

Dicen que el tiempo atempera el dolor, seguro que sí, pero… ¿cuánto se necesita?; en su caso seguro que no había transcurrido el suficiente pues no se cumplía el dicho.
Lo sucedido en los últimos meses, como buen protagonista, seguía ocupando el escenario de sus días. No permitía que ni un detalle se alejase de la escena, los llamaba a diario, una y otra vez, y desde la privilegiada butaca de la rabia pataleaba y lloraba hasta que caía el telón.

Quiso el azar que aquella mañana fuese el principio del fin. Era viernes, la jornada se presentaba relajada y la mañana incitaba a pasear. Sí, decidido, dejaría el coche en el garaje e iría caminando hasta la oficina. A mitad del trayecto se encontró con una calle cortada por obras, así que hubo de retroceder y dar un rodeo. Giró a la derecha y enfiló una estrecha callejuela. Caminaba distraída, con la mirada fija en las fachadas de los edificios, algunas eran realmente hermosas. Esquivó un bache en la acera y su mirada reparó en la figura de un hombre que acaba de salir del portal de uno de aquellos inmuebles. Se parecía mucho, desde luego, pero no podía ser, no, claro que no. Y, de ser él, ¿qué hacía en ese lugar? y a esa hora… negó con la cabeza y apuró un poco el paso para recortar distancia, quería cerciorarse de su error. No pudo ser. Acertó en su percepción, era él, su marido.

Ahora que ya había despejado una duda, quedaba por averiguar cuál era el motivo de su presencia allí. Esa mañana había salido de casa antes de lo habitual con la excusa de preparar una importante reunión para el siguiente lunes. Algo comenzaba a chirriar, y no era precisamente agradable. Si aquella situación no era algo puntual, se volvería a repetir. Como así fue.

Para evitar ser vista se ocultó tras el portal del edificio que estaba enfrente y esperó. Casi había transcurrido una hora, en ese tiempo había salido y entrado gente de lo más dispar. Él seguía dentro, pero desconocía en qué piso. Una vez más se abrió el portal, un hombre y una mujer de mediana edad, seguidos de un atractivo joven de unos “veintipocos años” fueron los últimos personajes que vomitaron las entrañas de aquel agujero. Si continuaba allí por más tiempo se arriesgaba a que algún desconfiado vecino le hiciera preguntas incómodas, y no quería que eso sucediese.
Decepcionada abandonó el lugar. Ahora sí estaba convencida de que nada bueno para ella se cocía tras aquellas paredes. Intuía que su marido le estaba siendo infiel, mas era cuestión de tiempo y paciencia confirmarlo. Y ella poseía un buen patrimonio de ambas cosas.

Esta vez la excusa fue una cena de trabajo, y en viernes ¡cómo no! Se adelantó y, una vez más, oculta tras los cristales esperó pacientemente. La noche, cómplice de amores y desamores, le favorecía, pues el trasiego de gente, a esas horas, era menor que durante el día. Apenas habían transcurrido veinte minutos cuando vio que se acercaba un joven, era el mismo que días antes había visto salir tras aquella pareja de mediana edad.
Abrió el portal y entró, acto seguido una luz se encendió. Dejó de vigilar sus movimientos pues justo en ese momento identificó a su marido. Apenas se detuvo, llevaba las llaves en la mano y entró con rapidez.

Expectante y nerviosa entornó los ojos, fijó la mirada en aquella figura. La distancia entre ambos edificios no era muy grande, así que pudo observar con todo lujo de detalles, cual espectadora privilegiada, lo que a continuación sucedió.
Ambos hombres, su marido y el muchacho, se fundieron en un abrazo, y no era precisamente amistoso. Todo lo contrario, aquel abrazo era sexual, carnal, de amor… de todo menos aséptico; y el beso que unió sus bocas un bofetón que la empujó hacia atrás sobre sí misma.

¿Estaba sucediendo de verdad? ¿era real lo que estaba presenciado?, no había espacio para malas interpretaciones, ni cabida para el dobladillo de la equivocación, lo que estaba viendo era lo que era, sin más. Su marido tenía una aventura con otro hombre.
Entonces… ¿dónde quedaba ella? ¿qué hacer con seis años de vida en común? Seis años viviendo una farsa, una mentira.
No sabía muy bien si la rabia que sentía era contra sí misma por no haberlo descubierto antes y haber pecado de ingenua, o por el hecho de que su contrincante era un hombre y no una mujer, y lo que le dolía era el orgullo.

El aguijón se había clavado hondo, sin compasión, y ella respondía atacando furibunda como un jabalí herido.


domingo, 7 de octubre de 2007

"La cruz"

Antes de sentarse a comer descorrió las cortinas, aquel sábado había amanecido especialmente luminoso y cálido; el otoño, como un canto de cisne, estaba entregando lo mejor de su repertorio antes de la despedida. Abrió la ventana y asomándose por ella capturó una burbuja de aire, cerró los ojos y trató de adivinar su fragancia: olía a bosque, a una pizca de sal, a un puñado de tierra húmeda y a, a… ¿quemado!, ¡claro, como que se estaba quemando su comida!

Aprovechó lo comestible y ya con el café sobre la mesa se dispuso a revisar unas fotografías que había sacado en el antiguo cementerio, que por cierto podía ver desde donde estaba sentada, contrastaban sus viejos y sucios muros con la cuidada iglesia parroquial.
Le gustaba el resultado, un tanto macabro y hasta sórdido, pero estaba satisfecha. Se detuvo en una de ellas, un detalle había despertado su atención, fue en busca de su lupa y la miró con detenimiento. Parecía... sí, tenía toda la pinta de ser una cruz, aunque estaba casi oculta por algunas piedras y matojos que habían crecido entre ellas. Para salir de dudas nada mejor que comprobarlo in situ.

Y dicho y hecho, apenas fueron necesarios cinco minutos para llegar hasta el lugar. Desde donde estaba ahora podía ver perfectamente la parte de atrás de su casa y la ventana tras la cual había estado sentada hasta hace poco.
Entró en el camposanto y trató de ubicar el lugar de la foto. Tardó poco en encontrarla pues recordaba perfectamente hacia dónde había enfocado su cámara.

En aquella tumba había estado enterrada doña Lola, la meiga del pueblo, muy respetada y más temida por todos los que la conocían, pues muchos habían pasado por su casa para invocar su ayuda, bien para expulsar el mal de los cuerpos, limpiar casas de malos espíritus o curar "el mal de ojo”. Rezaba la leyenda que siendo ya una anciana cayó gravemente enferma, tanto miedo inspiraba al vecindario que nadie quería cuidarla, les aterrorizaba llegar a escuchar alguna fatídica predicción de su boca. Tan solo una persona se atrevió a tal hazaña, y, de ser verdad el cuento, habría sido un antepasado suyo, por parte de familia paterna. Julia, se llamaba, y ella la había atendido hasta el fin de sus días.
Y esta es la historia a grandes rasgos. La que actualmente circula por el pueblo cuando su nombre es mentado.

Se agachó sobre el lugar que aparecía en la foto, y, efectivamente, allí estaba, semioculta, la cruz. No era pequeña, pues apenas cabía en la palma de su mano y algo pesada. Estaba invadida por la tierra, hierbas y musgo, a saber cuántos años habría estado así, a la intemperie. Se quitó una de las dos camisetas que llevaba puestas y la utilizó de improvisado trapo para retirar lo que tenía adherido y, luego, de envoltorio. La introdujo en su bolso y abandonó el lugar; antes de partir arrancó una flor silvestre y la depositó donde había encontrado la cruz. Si alguien le hubiese preguntado por qué lo había hecho no sabría qué responder, porque ni ella misma lo sabía. Había actuado por puro instinto.

Al llegar a su casa la limpió cuidadosamente, ahora sí lucía en todo su esplendor, era realmente hermosa y, hasta, sobrecogedora. Casi, casi, inspiraba algo de temor. El lunes se la llevaría a su amigo Manuel, estudioso y experto en este tipo de materias. Sabía que le encantaba todo lo relacionado con lo paranormal y esotérico. Disfrutaría de lo lindo, seguro.

Y llegó el lunes, el final de su jornada laboral se había extendido más de lo acostumbrado, apenas faltaban diez minutos para las diez de la noche. Y nunca mejor dicho, noche, pues ya había anochecido hacía un buen rato. Llegaba tarde a su cita con Manuel. Soltó un improperio y cerró malhumorada la puerta de su despacho. Se metió en el ascensor y bajó hasta el parking. Apenas ya quedaba gente en el edificio, todas las plantas estaban dedicadas a oficinas y la gran mayoría abandonaba el lugar entre las ocho y las nueve.

Iba camino de su coche cuando de pronto, sin saber de dónde ni cómo, apareció un hombre con una gran navaja en una de sus manos, amenazándola de muerte si no le entregaba ya mismo las llaves del coche, el dinero y las tarjetas de crédito. El susto le hizo retroceder unos pasos y enmudeció de miedo. Hizo ademán de abrir el bolso, mas su verdadera intención fue echarse encima de él y empujarle con todas sus fuerzas para luego echar a correr hacia el ascensor, que todavía seguía allí. Lo había visto de reojo antes de tomar esa decisión.
La jugada le salió mal, el tipo adivinó sus intenciones y levantó la navaja para hundírsela en el pecho. El bolso hizo de parapeto, el mortal metal se introdujo con gran facilidad en su interior, como cuchillo en la mantequilla, mas allí finalizó su recorrido al tropezar con un muro, la cruz que se albergaba dentro. Un alarido de dolor salió despavorido de la garganta del ladrón, su muñeca casi se había partido y se dobló sobre sí mismo de dolor. Aprovechó ella para correr hacia el ascensor, estaba a punto de entrar cuando sintió un fuerte golpe en las costillas, la había alcanzado, el muy cabrón no se daba por vencido. Se giró hacia atrás, allí le tenía de nuevo, frente a ella, con la fría muerte paseando y presionando sobre su cuello, a punto de hacer mella en su carne.

-¡Dame todo lo que tengas de valor dentro de ese puto bolso, zorra!- ordenó cabreado el tipo.

Sin apartar la vista de su cara, introdujo la mano derecha en el bolso, buscó la cartera y bajo la palma de su mano sintió la firmeza de la cruz. No se lo pensó dos veces, la agarró bien fuerte, y con todas sus fuerzas la levantó y dirigió hacia la garganta de él donde se incrustó sin vacilar. La mirada amenazante dio paso a la sorpresa, que se dibujó sobre el rostro, clara y precisa. Cayó como un fardo y, al momento, una oscura mancha se dibujó bajo su cuerpo.
Agotada se dejó caer al suelo y se quedó así, sentada durante un buen rato. No podía dar crédito a todo lo que había sucedido y mucho menos a su comportamiento, era como si otra persona hubiese actuado por ella.

La cruz, ahora ensangrentada, seguía aferrada a su mano, sí, así mismo era, porque había sido ella la que había tomado las riendas de la situación, como si tuviese vida propia había decidido qué hacer y cómo.

Se acordó de Lola, la meiga, y le dio las gracias. Los pétalos caídos de la flor que había depositado sobre su tumba dibujaron sobre el suelo una cruz.

Leonard Cohen "Who by fire" (vídeo musical).

viernes, 5 de octubre de 2007

"El espía"

"Visión forjada"

Se dio cuenta de que estaba enamorado de ella cuando, por primera vez en seis meses, no acudió a su cita semanal. Era viernes, a punto de concluir su jornada laboral, y ella no había aparecido. Cerró por un momento los ojos y la trajo consigo, tal y como la recordaba. Llegaba siempre con mucha prisa, elegía las flores sin vacilar, siempre diferentes, pagaba y se iba como había entrado, como una exhalación. Al principio le pareció un tanto petulante, pues apenas atendía sugerencias, en realidad no escuchaba; con el tiempo se acostumbró a sus maneras, llegando incluso a despertar cierta simpatía e inusitada atracción en él.

¿Regresaría a la semana siguiente?, ¿se habría mudado de ciudad?, ¿habría cambiado de floristería?, un rosario de preguntas se agolpaban en su cabeza queriendo encontrar respuesta, mas el silencio fue todo lo que pudo devolverles, de momento.

Y llegó el turno del siguiente viernes, y tampoco apareció. Cuanto más espacio devoraba su ausencia, más se instalaba la nostalgia y la tristeza en su corazón, la echaba de menos, sí. Anhelaba su presencia, que, aunque breve, era tan intensa que arrasaba todo a su paso. Era un vendaval, y él junco que se mecía en sus remolinos.

Descorazonado, un viernes más, cerró la verja de la tienda y, sin rumbo fijo, dejó que sus pies le condujesen calle abajo. La noche se estrenaba y el trasiego de gente se intensificaba en algunas zonas, como bares y restaurantes. Comenzaba el fin de semana y con él venían de la mano, en un gran manojo, horas cargadas de intensas sensaciones, placeres y goces.

Estaba a punto de cruzar en un semáforo cuando, de repente, la vio. Era ella, no había ninguna duda. Caminaba delante de él, a escasos metros. Casi podía tocarla, cual flor silvestre, cercana pero inalcanzable, porque así la veía, indómita e inaccesible. No pudo reprimir una placentera punzada de regocijo al comprobar que estaba sola.

Se dejó estar a su espalda y siguió sus pasos. Ella continuaba recto, en dirección al mar. De repente, aminoró el paso, giró a la izquierda y se dirigió al encuentro de un joven que la estaba esperando.
Él se detuvo, era preciso guardar una prudente distancia para que no advirtiesen su presencia, si ella le reconocía se abriría el mundo bajo sus pies y se hundiría en el abismo de la vergüenza.

Se fundieron en un cálido y sensual abrazo, la boca de él fue en busca de la de ella, se encontraron y allí se perdieron ambos, entre salobres fluidos y placeres en busca de ser saciados. La envidia o los celos, desplegando su fétido aroma, le incitaron a que fuese zarza que ahoga hermosas flores con sus espinas. Se dejó estar, su papel era de espectador, no de protagonista.
Por cada mirada que ella le dedicaba a él, por cada intercambio de caricias, en su interior se iba enredando una oscura y retorcida pasión, inyectada de veneno.

La madrugada comenzó a salpicar el lienzo de la cúpula celestial, puntual mensajera del nuevo día que estaba por llegar. Era hora de regresar a casa, la nostalgia cedía el paso a la esperanza, había descubierto el jardín de sus días y sus noches, su hogar.
Ya no era necesario que ella fuese a buscar los ramos a su tienda, él se los dejaría a la puerta de su casa. Puntual, cada viernes, como siempre había venido siendo hasta no hace mucho. Si lograba despertar su atención, tal vez se fijase en él, tal vez podría llegar a…, oh… si eso llegase a ocurrir, sería el hombre más feliz sobre la faz de una fértil tierra.
Y la semana transcurrió insólitamente lenta, se aferraba a los días cual hiedra a la pared para subsistir.

Y llegó el día esperado. Preparó con mimo y esmero un ramo especial, de los que sabía a ella le fascinaban. Ufano y satisfecho ante la visión de su obra, ahora tan solo restaba entregarlo. Veinte minutos de camino, tiempo necesario para que ahora se hallase frente a la puerta de su casa. Dudó unos instantes antes de pulsar el timbre. Se decidió. Ya no había marcha atrás. Al cabo de unos segundos oyó su voz a través del interfono. Preguntaba quién era. Él le respondió que traía unas flores y que se las dejaba en…, no pudo finalizar la frase; ella le interrumpió a bocajarro preguntando: “¿Es mi ramo de novia…?”
Un débil “Sí” se proyectó hacia el exterior sin pedir permiso, y a continuación oyó un clic en el portón de entrada. Le había abierto desde dentro. Le estaba invitando a pasar, a entrar en su vida, en su casa, en su espacio.

Se decidió a traspasar la frontera, cerró la puerta tras de sí y caminó lenta y pesadamente hacia la entrada de la casa. Un frondoso y cuidado jardín la circundaba, y hasta él llegó un tímido y dulzón aroma de jazmín, aspiró profundo y se deleitó en sus notas.

El lazo de esparto que anudaba el ramo ya no ocupaba su lugar, ahora se enredaba sibilino entre los dedos de una de sus manos cual mortal trepadora ansiosa por enroscarse en el sol con las hojas.
A la derecha un anciano y solmene olivo protegía con su mayestática presencia el acceso al porche de la casa. Impresionado por su belleza giró la cabeza para admirarlo a su paso. Entonces algo sucedió, algo petrificó sus pies al suelo impidiéndole proseguir su camino, como si de repente ambos hubiesen echado profundas raíces bajo la tierra. Apenas tuvo tiempo de ver cómo el tronco del árbol se abría en dos gruesas compuertas ante su incrédula mirada, un fuerte empujón lo dirigió con acertada puntería hacia aquella oscura y profunda garganta que se había manifestado ante sus ojos. Fue engullido sin ninguna compasión ni remordimiento. Y así como el tronco se abrió, de la misma manera se cerró, imperceptible.

Ella salió al jardín para recibir al mensajero y recoger su ramo de novia, mas lo único que halló fue uno de sus ramos favoritos a los pies del viejo olivo. Lo recogió, ladeó la cabeza y, frunciendo el ceño, le dirigió una miraba que se paseaba entre la extrañeza y el desconcierto; aquel ramo, desde luego, no era el de novia, sino uno de sus ramos de los viernes. ¡Estos mensajeros, siempre con prisas!, se quejó en voz alta.

Antes de entrar, pasó la mano a modo de sutil caricia por el tronco de su viejo amigo. Las ramas se mecieron y al rozarse entre ellas emitieron un débil susurro de felicidad.

jueves, 4 de octubre de 2007

"Una larga espera"

"Peldaños a la pared"
Una ráfaga de viento empujó con fuerza la entreabierta ventana, la madera gimió al golpearse contra la pared. Aquel sonido sordo y seco hizo que se despertara sobresaltada. Se incorporó sobre la cama y, al comprobar la causa, se sintió menos inquieta. El aire invasor era cálido y espeso, anunciaba tormenta y lluvia. Descalza se dirigió hacia la ventana para cerrarla, estaba a punto de encajar ambas hojas cuando hasta sus oídos llegó lo que parecía un llanto. Se detuvo y agudizó el oído, tal vez fuese imaginación suya o el maullar de algún gato callejero. Pero no, no, alguien estaba llorando bajo su ventana, ahora estaba segura.

Se asomó, mas no vio a nadie. El voladizo que sobresalía de la pared, sobre la puerta de salida hacia la playa, ocultaba su identidad. Se aventuró a preguntar: “¿quién está ahí?, ¿hay alguien?”, no recibió respuesta alguna.

Agarró el chal que había dejado sobre la mecedora, se cubrió con él y se dirigió hacia la puerta. El miedo le soplaba en la nuca, sentía su gélido aliento; aun así descorrió los cerrojos de la puerta y, con cautela, la abrió lentamente, al tiempo que su mirada recorría con avidez el espacio que se iba mostrando ante ella, tratando de identificar alguna forma humana. Inspiró profundo y se atrevió a salir. Entornó los ojos para escudriñar el horizonte a izquierda y derecha; de nuevo, nada. Dirigió entonces su mirada hacia la playa y, a lo lejos, caminando hacia el mar, la vio. Era una mujer, e iba vestida con, lo que parecía, un blanco camisón. El viento lo agitaba con fuerza, tal parecía una nívea bandera amarrada a un mástil humano. Mascarón de proa de una nave fantasma.

Con grandes zancadas fue recortando el espacio que mediaba entre ambas. Estaba casi a su altura cuando la mujer se giró hacia ella. El rostro, oculto bajo sus manos, estaba arrasado en lágrimas. Unas apenas audibles palabras manaban de su garganta. Se acercó a ella. Le preguntó qué le pasaba, qué hacía allí a esas horas, si podía ayudarla. La mujer, sin apartar las manos del rostro y sumergida en un llanto convulso, pronunciaba sin cesar: “Marina, Marina, mi niña, ¿dónde estás?”

No sabía qué hacer, aquella mujer no atendía a razones, estaba totalmente fuera de sí. Se giró y echó a correr hacia la casa. Llamaría por teléfono a la policía. Se detuvo en seco y se volvió a mirar hacia la playa, temía que pudiese cometer alguna locura, como adentrarse en el mar y ahogarse. Sus pies se petrificaron sobre la húmeda y apelmazada arena. Ya no estaba, había desaparecido. Se adentró desesperada en el mar buscando la figura blanca, su búsqueda fue infructuosa. Era del todo imposible que la mujer pudiese haberse ahogado en los apenas cinco segundos que había tardado ella en girarse. No podía dar crédito a lo que estaba sucediendo. No parecía real.

Se lanzó como una posesa a por el teléfono. La policía se presentó en el lugar. Dos embarcaciones peinaron la zona hasta bien entrado el amanecer. Fue en balde. No hallaron rastro alguno de ser humano, ni tan siquiera algún jirón de su ropa flotando en la superficie. Nada.

Tuvo la extraña sensación, por como la miraban, que comenzaban a dudar de sus palabras, como si todo aquello hubiese sido un macabro juego urdido por su solitaria y atemorizada mente ante la poderosa tormenta que amenazaba con desatarse.
Se introdujo en la casa y se acostó. Necesitaba dormir y reposar, seguro que tras un reparador sueño su mente estaría más lúcida para enfrentarse con frialdad a lo sucedido.
Como así fue.

Sabía a quién dirigirse, allí encontraría respuestas, seguro. Cruzó la calla y caminó la distancia de tres casas más arriba de la suya. Con decisión golpeó el aldabón, en forma de puño amenazador, suspendido sobre una gruesa puerta de madera pintada de color verde alga.
En respuesta a su llamada se abrió cual cueva a las palabras mágicas, a través de ella asomó una menuda y aparentemente frágil anciana, que, al reconocerla, desplegó una amplia sonrisa sobre unas desnudas encías. La invitó a pasar.

Relató con detalle los acontecimientos de la noche anterior. A medida que avanzaba la historia la mirada de la anciana se tornaba sombría, sus finos labios dibujaban un desconcertante rictus sobre su rostro y asentía en silencio con la cabeza al tiempo que sus manos se entrelazaban sobre su regazo, como buscando calor y apoyo la una sobre la otra, a modo de reflexión.

Un inquietante silencio se instaló entre ambas mujeres. La una estaba a la espera de respuestas, la otra dudando si abrir o no las puertas de la verdad.
Por fin se decidió, sí, ya era hora de hacer algo, si es que se podía. ¿Por qué no intentarlo?

Y la respuesta llegó a ella.
La mujer que viste anoche, comenzó la anciana, no era humana. Está muerta. Hará de eso un siglo, se ahogó en el mar con Marina, su hija de quince años. Se aparece todos los años, la misma noche que murieron ambas ahogadas, un veintitrés de agosto.
Aquel verano fue caluroso hasta el martirio, y aquella noche la más tirana de todas. Madre e hija, que vivían, por cierto, en la misma casa que tú habitas, salieron para darse un baño. Ajenas a todo estuvieron largo rato jugando en la arena, por lo que no advirtieron que durante ese tiempo se habían gestado amenazadoras nubes cargadas de electricidad y poderosa lluvia. El mar, apacible hasta entonces, se removió furioso en sus entrañas ante la provocación suspendida sobre él. Marina y su madre, decidieron darse un baño, estaban sofocadas. Ambas eran buenas nadadoras y se retaron a un duelo de distancia.
Y la tormenta estalló y con ella la rebelión del mar. Y en medio de ambos contrincantes, aquellas mujeres luchaban por alcanzar la orilla. La feroz lucha que sostenían el mar y el cielo las devoró a las dos. A Marina nunca la encontraron y el cadáver de su madre fue hallado sobre unas rocas a la mañana siguiente. Su larga melena estaba atrapada entre ellas cual oscura alfombra de algas mecida con sensualidad por la corriente marina.
Desde entonces vaga por la orilla del mar en busca de su hija; hasta que la encuentre, hasta que se encuentren no descansarán en paz. Ninguna de las dos.

Abandonó la casa de la anciana. Ahora tan solo tenía que esperar paciente a que transcurriese el tiempo. Y los días cayeron, uno tras otro; las estaciones duraron lo que tardaba la siguiente en aparecer.
Una vez más era veintitrés de agosto, y de nuevo la noche, como venía sucediendo cada año, tejía la batalla que se desataría entre el mar y el cielo.

Salió de casa y encaminó sus pasos hacia la playa, firmes, con decisión; como si desfilara por una pasarela de arena.
Llegó hasta la orilla, se detuvo para sentir como el mar besaba sus dedos y luego prosiguió su camino, hacia adelante, hacia su interior.
Cuando ya no tocaba fondo extendió sus brazos y comenzó a nadar. Los elementos no tardaron en liberar toda su furia contenida. Fue entonces cuando se giró hacia tierra y comenzó a nadar hacia allí. Faltaba poco, sí, estaba a punto de llegar, lo conseguiría. El mar la arrastraba hacia atrás, el mismo mar que había besado sus pies ahora quería devorarla, quería besar su alma.
Divisó entonces la blanca figura de una mujer. Empleó en un último esfuerzo todas sus fuerzas, se irguió todo lo que pudo sobre la superficie y pronunció una frase, la respuesta a una eterna llamada: “¡mamá, estoy aquí! ¡ven!”

La mujer que estaba en la orilla la vio y sin vacilar se lanzó a las fauces de aquel mar que rugía salvaje cual predador hambriento. Nadó con decisión hasta donde estaba, y cuando estaba a punto de hundirse, la mujer se abrazó a ella con una fuerza inusitada y se abandonó a la mortal caricia que las engullía. Dulce rendición.

La larga espera había tocado a su fin.

Queen "Bohemian Rhapsody" (vídeo musical).