lunes, 3 de diciembre de 2007

"El aserradero"

"En tablas"

Como cada domingo y desde que se había jubilado, Juan, se acercaba hasta su viejo aserradero. Le gustaba pasear en silencio y evocar el cálido olor a madera y serrín que tantas veces había sido su fiel compañero, gran parte de su vida se había tallado entre las paredes de aquel lugar. La nostalgia pasaba con ternura el brazo por sus hombros y él se dejaba acariciar sin oponer resistencia.

Se asomó a una de las ventanas que daban a la parte de atrás, allí, una oscura montaña de ancianos tablones de madera, maltratados por el viento y la lluvia, se apoyaban los unos en los otros, cual bastón, en busca del apoyo necesario para mantenerse en pie y no derrumbarse. De un vistazo pudo comprobar que todo estaba en su sitio.
Dio media vuelta y se dirigió hacia la salida, la visita había finalizado. Ya en la calle giró a la izquierda, subió dos pequeños escalones y, bajo los frondosos árboles del parque, emprendió el regreso a su casa.

A medio camino decidió sentarse en uno de los bancos dispuestos en círculo, como un anillo, en torno a una coqueta fuente de piedra sobre la que descansaban cuatro mitológicos seres que vomitaban agua por sus bocas. Se quitó el sombrero y sobre la frente perlada de sudor deslizó un pulcro blanco pañuelo de exquisito hilo, bordado con sus iniciales, que extrajo de uno de los bolsillos interiores de su chaqueta. ¿Hacía calor? o ¿era él que estaba acalorado? la verdad, le importaba bien poco la respuesta; hoy, ahora, se la traía al pairo el calor, su hipertensión, su pulso… no sabía si estaba preparado para morir, pero sí que lo estaba para vivir sin miedos.

Ay, Adela, pensó para sus adentros, qué bien te vendrán estos rayos de sol. ¡Es tan húmeda tu morada, querida! Cerró los ojos y allí estaba ella, joven, sensual, provocadora, deseable y... demasiado ambiciosa.
Tenía apenas treinta y cinco años cuando se casaron, él ya había cruzado el umbral de los sesenta; ríos de tinta, no, océanos de oscura y escandalosa tinta inundaron el pueblo cuando se destapó su relación y más tarde se celebró su boda. Le tacharon de loco, ingenuo, senil, iluso… Juan no les prestaba ni la más mínima atención. Los motivos de aquella decisión se los guardaba muy mucho para él, no tenía ninguna necesidad ni ganas de dar explicaciones. Y mira que habían intentado sonsacarle, él ni “mu”.

Que Adela era lo que todos proclamaban, no lo ponía en duda: una “calientapollas" y una "cazafortunas", también. Juan no se casaba para obtener de ella el sexo por el que muchos suspiraban, claro que no. Él ya había tenido mucho sexo y muy bueno; y si algún día le apetecía echar un polvo, no era Adela el tipo de mujer objeto de su deseo ni motivo de sus calenturas.

Aquella mujer se había burlado de muchos y causado mucho daño a otros tantos que habían caído en sus redes. En especial recordaba a Eladio, el hijo de su mejor amigo, enamorado hasta la médula de aquella malvada mujer a la que colmó de regalos y atenciones. Toda vez que obtuvo de él lo que quiso, regalos y dinero, lo dejó para irse con otro; igual de rico, igual de necio. Así era Adela, descarada hasta el insulto. Sus tropelías amorosas tocaron fondo cuando Eladio, roto de dolor y humillado, se quitó la vida arrojándose al mar desde el acantilado “O burato da Alondra”.
La única condición que exigió Juan para casarse con ella fue la fidelidad absoluta. No follaría con él, tampoco lo haría con otros hombres mientras estuviesen casados y él vivo. A cambio le entregaría una elevadísima renta anual de la cual podría disponer a su antojo. Ella, cegada por el dinero, no lo dudó y le dio su palabra de que así sería. Casarse con aquel hombre suponía hacerlo con la mayor fortuna del pueblo y de muchos pueblos de los alrededores, y a eso sí que no estaba dispuesta a renunciar. Qué importaba no tener sexo, si a cambio podría tener todo lo que quisiese: ropa, joyas, caprichos, buenas comidas, viajes, criados, casas…

Juan, paciente, sonrió.
La novedad le duró a Adela lo que tardó en llenar sus armarios y joyeros. Cuando la abundancia y derroche se convirtieron en rutina, el aburrimiento asomó para instalarse en su vida. Gastar dinero ya no le producía placer. Necesitaba ocupar aquel vacío de alguna manera o se moriría de asco, al lado de un vetusto y tedioso marido. Su cabeza comenzó a burbujear como una marmita hirviendo. Quería gozar sin perder lo que tenía; engañar sin ser descubierta; ser la de antes con los lujos de ahora.
Querer y romper su promesa fue todo uno.

Juan, paciente, fingió no enterarse de nada, aun a sabiendas de que era el objeto de burlas y chanzas de todos sus vecinos; él a lo suyo, de momento, a seguir no sabiendo... Ella, confiada, continuó con sus devaneos, ahora únicamente buscaba en los hombres su atractivo, el dinero importaba, pero menos.
Para solaz de sus vecinos, un buen día Adela desapareció del pueblo y nadie supo decir cuándo, porque nadie la echó de menos. Todos coincidían y aseguraban que se habría fugado con algún necio adinerado.
¡Qué favor le ha hecho a su pobre marido!, se congratulaba la colectividad al unísono cuando Juan regresó al pueblo de su larga estancia en un balneario al que tuvo que acudir por motivos de salud.

¡Pobre Adela!, pensó para sus adentros Juan al recordar la sorpresa ya eternamente dibujada sobre su rostro. Ella, que imaginaba a su marido a muchos kilómetros de casa, danzaba de felicidad sobre su ausencia. ¡Ojalá no regreses nunca!, deseó fervientemente.
Mas él regresó, y lo hizo para regalarle un viaje, el último que haría y sin acompañante.
Un certero y mortal golpe en su nuca, un poco de frío para congelar su belleza y unos recortes corporales con la, aún, afilada sierra de su aserradero fue la indemnización que Juan se cobró por incumplimiento de palabra.

En volver locos a los hombres tenías muchas tablas, Adela; tantas como las que ahora se apiñan tras el aserradero y velan tu eterno y troceado descanso, pensó Juan al tiempo que abría los ojos, se levantaba del banco y echaba a andar camino de su casa.